Crecemos en un ambiente que nos hace creer en la tediosa inmortalidad de muchas costumbres. Claro está, somos jóvenes, pero basta que pasen unos cuantos años para que comprobemos la rápida desaparición de muchas cosas. «¡Hay que ver, hay que ver, las faldas que hace un tiempo gastaba la mujer!», se decía en una zarzuela del principios del siglo XX.
Y, ciertamente, era cuestión de asombrarse, pues, a la sazón, la mujer había adoptado el traje-camisa, enseñando la pierna desde la rodilla o más arriba, cuando tan sólo hacía diez años se tildaba de «frescas» a las que llevaban una abertura en la falda que mostrara «media pantorrilla»: «¡Ah, qué pantorrilla tiene esa mujer». En rigor, no podía decirse, por falta de pruebas, que fuese una pierna.
¡Cuán divertido puede resultar leer ciertos libros sobre viejas costumbres! No pienso citar a los clásicos, pero sí recomendar dos libros que me parecen dos obras maestras. Todo el mundo sabe de la magnífica escritora que fue Carmen Martín Gaite. En el gran corpus de su obra narrativa, hay dos volúmenes que, para mí, son impagables. «Los usos amorosos del siglo XVIII» y «Los usos amorosos de la posguerra». Aquí, la diversión está asegurada.
Tengamos primero en cuenta el estilo de dicha escritora, que es de una pureza y de una amenidad paradigmáticas. Así fue propuesta para la Real Academia, honor al que ella renunció, para sentirse más libre. Era una gran mujer y el feminismo militante tiene en ella a una abogada que puede emular el prestigio de una Jane Austen –ella tradujo exquisitamente «Orgullo y prejuicio»– y a quien tenemos que recurrir para enterarnos de cómo era la mujer española y el espíritu y la inteligencia femeninos en la segunda mitad del siglo XX. Pero no hay un solo varón, medianamente culto, que no admire, se interese y reflexione con sus libros, y con estos que acabo de citar, se divierta «como un enano».
Son dos épocas muy distintas. Parece que asistimos a dos espectáculos muy diferentes, a dos «musicales» llenos de color y de movimiento; vemos evolucionar a sus actores con la misma gracia profesional, al más alto nivel, en dichos espectáculos. Salimos de tales con la cabeza llena de imágenes, que por mucho tiempo recordaremos.
Comienzan esos «Usos amorosos del siglo XVIII» con música de Boccherini, y aparecen pretendientes y damiselas que nos resultan bien chocantes, pero sobre «totum» nos sorprenden dos cosas de todo punto extraordinarias y pintorescas, que nos definen perfectamente este siglo: «el cortejo» y «el abate». Asómbrense ustedes. Todo marido bien educado toleraba y era bien visto que su mujer recibiera el cortejo de un tercer hombre, sin esperanza de ir más allá que de una forma decorativa. Ofrecía regalos y compañía en determinadas ocasiones. Ella lo aceptaba muy gustosa y el marido... tan feliz y conforme. «Está casada con Fulano de tal, y su cortejo es Mengano de Cual». Con esta información, ya podemos leer, en la mejor de las disposiciones, «Las amistades peligrosas».
Otra cosa era el dichoso «abate», religioso de órdenes menores que también cortejaba a su modo y asistía incluso al tocado de las damas en su «boudoir», hablándoles de todo lo divino y lo humano, religión, mitología, latinismos, espectáculos, chismes sociales, buenos consejos, castos piropos y presentes y regalitos... ¡Todo eso! Así que, un marido «come il faut», tenía que soportar a un abate en casa y a un cortejo fuera. Todo esto eran costumbres francesas en la austera y celosa España.
No puede ser más gracioso el salto que damos con «Los usos amorosos de la posguerra», entre los que ir al cine con una chica significaba un compromiso formal de matrimonio. Y otras muchas cosas chocantes y pintorescas que no cuento, para que el futuro lector se sorprenda tanto de su necesidad temporal como de su extravagancia. Todo con el acompañamiento musical del «Cara al sol», las marchas nazis y la sintonía de Radio Nacional, que también nos parecía eterna. Nada es eterno. Y menos aún en los usos amorosos de cada tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario