I.
Revista

lunes, 8 de noviembre de 2010

Carmen Martín Gaite, la literatura como sentido. Por Rafael Chirbes


Cumplidos los diez años de la desaparición de Carmen Martín Gaite, el amante de la literatura constata que, en vez de ir cubriéndose con los sedimentos del tiempo, su obra se nos brinda con nuevos repliegues, se abre a nuevos significantes y adquiere rasgos de modernidad que, en algunos casos, nos permiten hablar de una visión casi premonitoria sobre temas que hoy nos parecen de actualidad. En esta renovada percepción, ha sido decisiva la edición póstuma de los Cuadernos de todo, un conjunto de notas que la escritora fue tomando durante años y que mezclan reflexiones íntimas, comentarios de lecturas, apuntes de vivencias, o textos de creación que le servían como materiales para sus novelas, y que nos revelan a un personaje riguroso, exigente, en lucha consigo mismo, al tiempo que sacan a la luz el frondoso bosque de referentes sobre el que se levanta una obra literaria que algunos se empeñaban en calificar como menor, confundiendo el pudor de su punto de vista con la limitación de sus aspiraciones. La verdad es que la Gaite no ha tenido fácil encontrar el lugar que merece en las historias de la literatura: única mujer en el grupo que conocemos como la Generación de los ‘50, y que incluye nombres como Aldecoa, Hortelano, Sánchez Ferlosio, Martín Santos o Benet, se ha dado por supuesto que eran ellos quienes representaban la solidez del andamiaje teórico o del compromiso social, mientras que a la escritora se le ha fijado el papel de contrapunto blandamente femenino, intimista, ajeno a los avatares de su tiempo, olvidando que novelas como El cuarto de atrás o Retahílas suponen una denuncia acerada de la grisura del franquismo, y –lo que las dota aún de más valor– una lúcida premonición de que a esa sociedad iba a sucederle otra trivial y falta de sustancia, la que hoy vivimos.Su rabiosa lucha por mantener la independencia de escuelas literarias y de los grupos políticos, y su capacidad para administrar la rabia guardando silencio cuando se le exigía hablar, o hablando a contrapelo, la colocaron en una posición de incómoda clasificación, que los historiadores de la literatura resolvían con el tópico de que se trataba de una literatura femenina, en la frontera del folletín. Pero, antes de la edición de estos cuadernos, y más allá de sus novelas, el fuste intelectual de la Gaite resultaba evidente para quienes siguieran con atención su trayectoria: se manifestaba en libros como El cuento de nunca acabar, uno de los más bellos textos escritos en castellano sobre el significado de la escritura; en ensayos como Desde la ventana, brillante análisis de la relación entre mujer y literatura; o en sus trabajos sobre Macanaz, o sobre los usos amorosos en diversos momentos de la historia española; así como en las magníficas críticas de libros en Diario 16, que la convirtieron en mentora del gusto para buena parte de los componentes de mi generación; por no hablar de sus poemas, de sus tímidas incursiones en el teatro, o de su larga lista de traducciones que incluyen a Emily Brönte, Natalia Guinzburg, Primo Levi, o Italo Svevo. Hoy podemos asegurar que, como pocos autores en nuestra literatura contemporánea, la Gaite representa ese concepto moderno de artista expresado por Proust, según el cual la escritura es algo más consistente que una pasión: es acto que da sentido y ordena el oficio de vivir.

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