I.
Revista

lunes, 28 de febrero de 2011

El cuervo de Árbol de Poe

El Árbol de Poe, situado a espaldas del Teatro Cervantes, fue librería especializada en poesía (una provocación que la sociedad, con sus crueles leyes económicas, se encargó de hacer fracasar) y es hoy taller de encuadernación e imprenta de tipos. Paco Cumpián y Maribel Ruiz, artesanos del papel, la aguja, la tinta y los rodillos, firman periódicamente obras maestras que deberían exponerse en los museos. La última es una traducción del conocido poema de Edgar Allan Poe, El cuervo, realizada a seis manos en el año 1988 por el propio Paco, Carmen Martín Gaite y Antonio Bueno, a la que se han añadido seis extraordinarios linóleos de Chema Cobo que nos presentan, entre otros motivos, al famoso cuervo, al poeta y a quien podría ser este mismo de nuevo o la amada muerta a la que está dedicado el texto más emblemático del romanticismo norteamericano. Todo ello metido en una caja del tamaño de un cuervo real con las alas desplegadas construida en las nubes por Maribel. De esta joya, que se presentará este próximo jueves en la Galería Alfredo Viñas, sólo se han hecho 100 ejemplares, algo que en un plazo muy corto (el tiempo que tarda un cuervo en satisfacer su sed en un arroyo) lo convertirá en una apreciadísima pieza para coleccionistas.
Poe, que hizo del amor y de la bebida (dos formas de embriagarse que él, como muchos otros poetas, confundió a propósito para no tener que decantarse por una en detrimento de la otra) su centro existencial, escribió los mejores cuentos del XIX y varios poemas universales. Entre éstos, El cuervo, que vio la luz en enero de 1845 en el Evening Mirror de Nueva York y por el que recibió la ridícula suma, también entonces, de 5 dólares. Hay que decir, para consuelos de principiantes, que antes fue rechazado por un puñado de revistas literarias.

La historia de El cuervo podría resumirse como sigue. Es medianoche de un día de diciembre y el poeta vive aplastado por el dolor. Ha perdido a su amada, que se llamaba Leonor. Una tormenta hace gemir la casa, que ha corrido sus cimientos hasta alcanzar los márgenes del mundo, hasta casi precipitarse fuera del mundo. Ahí, en esa frontera infernal donde la casa y el poeta hacen equilibrios entre el ser y el no-ser, éste es informado por un cuervo, que se posa sobre un busto de Palas Atenea, la diosa griega de la sabiduría, del nuevo nombre de su amada: Nunca Más. La casa, en efecto, se tambalea al borde del vacío, el viento rugidor la sostiene y la empuja a la vez y el poeta, de repente, toma conciencia de que su dolor no es por haber perdido a su amada sino por no haberla sabido amar fuera de la muerte, a espaldas de la muerte, contra la muerte, desdiciendo a la muerte. Es por eso que su condena ahora será tenerla que amar dentro de la muerte, donde ya no se llama ni se llamó jamás Leonor sino Nunca Más (donde es posible que todos nosotros, como ella, nos llamemos Nunca Más).
Un poeta en el infierno, un poeta construyendo el infierno: cuántas veces el amor y la muerte le habrán encomendado esta cruel tarea a los poetas. Y ojalá no lo hagan nunca más.

Mientras tanto, y mientras repensamos el destino trágico de tantos amantes, tenemos este poema posado sobre el Árbol de Poe crascitando su verdad para quien quiera escucharla.

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