Carmen Martín Gaite me contaba un día la perplejidad que le había producido, de pequeña, ver a su padre leyendo un libro titulado Elogio de la locura. Se refería, claro, al volumen de Erasmo de Rotterdam, también traducido en otras ediciones como Elogio de la estupidez. El padre de Carmen Martín Gaite era notario y los notarios, ya se sabe, son un poco el paradigma de la cordura extrema, que constituye también un modo de extravío. Le dije si no se le había ocurrido preguntar a su padre por qué leía aquello y me respondió que le dio miedo. Pensaba que bajo la apariencia de persona convencional, quizá su padre pudiera ocultar a un desequilibrado. Se trata de una sensación que padecen todos los niños con una vida feliz: la de que debajo de esa normalidad acecha un mundo de tinieblas y que lo que nos separa de ese mundo es frágil como una membrana. El niño feliz posee pruebas de la existencia de ese submundo. Un día, por ejemplo, se levanta y sus padres le dicen que no irá al colegio.
–¿Por qué?–Vamos al médico, a que te vea la garganta.
El niño se regodea ante la jornada de asueto que le regala el destino. El día es soleado y él camina de la mano de sus mayores, protegido de todo lo malo. Llegan a la consulta, donde el olor a fármacos le pone un poco en guardia, y al poco es arrastrado por un par de enfermeros a una habitación donde un loco, sin mayores explicaciones, le coloca un hierro en la boca y le mete unas tenazas en la garganta, arrancándole las amígdalas. El niño regresa llorando a los brazos de sus padres que le reciben con todo el amor del mundo, pero él ya sabe que tienen un lado enemigo, un lado peligroso, ya sabe que no se puede fiar al cien por cien de ellos. Fingirá, incluso ante sí mismo, que los quiere como antes, pero en el futuro vigilará sus movimientos, por si acaso. Esta escena de la operación de amígdalas la cuenta magistralmente Arthur Koestler en el primer tomo de sus memorias. Dice que desde ese día comprendió que el mundo estaba dominado por dos fuerzas, una de ellas terrible, que actuaba al azar, provocando desgarrones inesperados en el tejido de la normalidad. Uno nunca sabe cuándo le va a partir un rayo.
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